Javier López-Galiacho | 05 de julio de 2019
Con su fallecimiento, se rompe el molde de los actores de raza, cuya escuela fueron las tablas de todos los teatros nacionales.
Arturo Fernández, como deben hacer los grandes reyes, no ha abdicado, ha muerto siendo el rey de la escena. Solo le ha faltado morir encima de las tablas. De haberle dado esa elección, hubiera preferido morir de un infarto fulminante sobre el escenario de un teatro como el Circo de Albacete, mientras que pronunciaba delante del público, que lo idolatraba, su famosa “chatina”.
Con la muerte de Arturo Fernández se rompe aquel molde del que estaban hechos los actores de raza, cuya escuela fueron las tablas de todos y cada uno de los teatros y escenarios de España. No habrá dejado de pisar ninguno de ellos. No hay feria de nuestro país donde no se haya anunciado este Arturo Fernández.
Arturo Fernández defendió el teatro de masas, el de las dos funciones diarias con las entradas vendidas, el teatro de gira y provincias, el teatro de actor y empresario a la vez
Se nos van yendo uno tras otro. Una generación de irrepetibles: Arturo Fernández, Pepe Isbert, Tony Leblanc, Quique Camoiras, Manuel Codeso, Tomás Zori, Fernando Santos, Lina Morgan, Carlos Larrañaga, Amparo Rivelles, Rafaela Aparicio, Agustín González, Alfredo Landa, María Isbert, Isabelita Garcés, Florinda Chico, José Sazatornil «Saza», la Carrillo, Aurora Redondo, Ángel de Andrés, y un largo etcétera de grandes de la escena o de la pantalla. Una generación de irrepetibles o imprescindibles que con solo anunciarse reventaba la taquilla. Nos queda María Fernanda D’Ocón, María Luisa Merlo, Gemma Cuervo, Manuel Galiana, Jaime Blanch o los hermanos Gutiérrez Caba.
Pero Arturo Fernández ha reinado hasta el último aliento. Yo lo vi hace unos meses, con casi 90 años, en las tablas del Teatro Amaya con Alta Seducción. Me dejó boquiabierto. Arturo Fernández en estado puro, me dije. Mientras que a esa edad muchos de los de su quinta se quejan en geriátricos o residencias de articulaciones y otros dolores o se meten medicamentos hasta en vena, él hacía un ejercicio de entrega y amor por el teatro en el escenario. Se tiraba al suelo, se quitaba los pantalones, cortejaba a la actriz, hacía reír y llorar al púbico, sin un taco, sin una expresión malsonante, tan elegante su teatro como sus trajes embutidos en esa percha de esqueleto y carne que le regaló Dios.
Arturo Fernández defendió el teatro de masas, el de las dos funciones diarias con las entradas vendidas, el teatro de gira y provincias, el teatro de actor y empresario a la vez, el que no se plegaba la subvención pública de muchos teatros públicos. Su escuela fueron las tablas. Fue el rey del teatro popular, pero demostró saber y decir el teatro como pocos. Ahí está su Tenorio con Albert Boadella. Pero también supo decirnos lo que es el cine con una soberbia interpretación en el papel de malo, malísimo, de El crack 2 del gran José Luis Garci. Sin olvidar su Truhanes, delicioso con Paco Rabal y la dirección delicada de Miguel Hermoso. A mí me encantó Arturo Fernández también en un filme en blanco y negro con ese monstruo llamado Alberto Closas: Distrito quinto.
Me siento muy orgulloso de no haber recibido jamás una subvención Arturo Fernández, actor
Tuve la suerte de tratarlo y conocerlo. Arturo Fernández forma parte de la historia de AMIThE (Amigos de los Teatros históricos), al recoger en 2003 y en el Teatro Circo de Albacete, el prestigioso premio nacional de teatro Pepe Isbert, que entrega mi asociación. En su honor tiene haber sido el primer actor en recibirlo en las tablas del Teatro Circo de Albacete, pues hasta 2002 no se produjo la reinauguración de este coliseo, considerado el teatro circo operativo más antiguo del mundo.
Hasta la edición de Arturo Fernández, el premio Isbert, que había nacido para concienciar a España de la no pérdida de este emblemático espacio teatral y reconocer trayectorias extraordinarias en los escenarios, había sido entregado en diversos espacios de Albacete, como el Teatro de la Paz, el Auditorio Municipal o el Cine Capitol, pero nunca, hasta que llegó Arturo Fernández, en el propio Teatro Circo, que recientemente había sido inaugurado por la Reina Sofía.
Estuvo simpático, cercano, pero sin perder su sitio. Elegante en el estar, en el vestir y en el decir. Tenía un magnetismo especial. Con solo anunciarse, llenó él solo un teatro de más de 600 localidades. No olvidaré que, acabado el acto, no quiso cenar nada. Se cuidaba hasta el extremo. Lo acompañé al Gran Hotel de Albacete, embutido en su gabardina de paño inglés. Fuimos charlando del teatro, de los escenarios cerrados en España. Invitó a su mujer a que nos acompañara a tomar una copa. Él lo tenía prohibido. Las últimas palabras del actor asturiano fueron: “Disculpadme, yo ahora me meto en una bañera durante una hora. Tengo que cuidar de Arturo Fernández”. Genio y figura.
Ese era Arturo Fernández, el rey Arturo que ahora despedimos. Un hombre que amó su profesión, hasta sacrificar a la persona por el personaje. Murió como los grandes, con las botas puestas y pisando un escenario. Solo le faltó morir en escena, y mira que lo intentó haciendo teatro a los 90 años.
Si España tuviera ese título de los ingleses, Arturo hubiera muerto como un lord, como un sir Fernández.
La profesión está de luto. Las candilejas se han apagado. Los trajes para cada función están colgados para siempre. El personaje ya actúa en ese escenario eterno, inmarcesible, celestial, cuyo empresario es Dios Padre, en quien creía. Fin de la primera parte. Descanso eterno para el rey Arturo. El teatro continúa.